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Juegotecas de fácil aplicación
Las juegotecas son dispositivos de juego que se pueden montar en lugares en que
profesionales de la salud quieren echar mano al juego para trabajar con niños (o con las madres).
Por ejemplo, las hay desde centros de salud, salas de espera en hospitales, bibliotecas públicas,
hasta en comunidades indígenas, todo a lo largo de este continente -en Brasil los terapistas
ocupacionales han dado muchos pasos al respecto de las "brinquedotecas".
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La mayor parte de las juegotecas requieren de una
institución que las avale por el simple hecho de necesitar de juguetes y de un espacio.
Pero esto no es siempre así, porque muchas veces el espacio lo aporta el terreno donde
uno esté y los juguetes pueden ser fabricados o aportados por los niños de la
zona.
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Es decir, las donaciones de juguetes o libros son muy buenas pero uno no
debería depender de ellas a la hora de establecer una juegoteca, ya sea que esté
aquella en medio de un proyecto de abordaje en una comunidad, o si es simplemente la juegoteca un
proyecto en sí misma. |
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Ahora veremos ejemplos de juegotecas que son de fácil implementación. No
existen límites para los juegos infantiles, y el secreto está en sintonizar ese potencial
creativo que depende tanto de lo que los niños de un lugar aportan, de eso específico que
se encuentra hí y no en otra parte. requiere de una exploración, de una atención
especiales por parte del profesional.
Muchas veces esto da más resultado que ir a imponer juegos o ideas o
juguetes que son totalmente ajenos a las costumbres de algún gruupo dado de
niños. |
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En primer lugar veremos las juegotecas "callejeras" y posteriormente daremos
el ejemplo de las juegotecas "audiovisuales", que no son más que dos variantes de
cómo hacer juegotecas gratuitamente. La primera se trata de una experiencia con chicos de la
calle en Buenos Aires.
Juegotecas callejeras
"La piel de estos chicos está pintada con la
misma pasta gris y animal."
(P.P.Pasolini, "El otro rostro de Roma", 1969)
Todo lo que sigue a continuación transcurrió de forma espontánea,
en poco más de una hora, con cuatro niñas en situación de calle. El observador se
desenvolvió junto a cuatro jóvenes de Ecuador, ocasionales observadores de los juegos.
La experiencia
Las niñas juegan a saltar un elástico mientras esperan a que salga la
gente del cine del Abasto, a quienes pedirán dinero. El escenario exacto: las escaleras de
entrada sobre la calle Anchorena, a las dos de la mañana en punto. En esta madrugada fría
del primero de mayo los ecuatorianos se sorprenden con la reminiscencia transcultural del juego del
elástico, practicado desde hace tiempo por las diferentes clases sociales de Quito.
Un varón junto a tres mujeres de Ecuador no pasan desapercibidos. Las
niñas, que captan enseguida el acento extraño, acceden a la charla y les preguntan de
dónde vienen. "De Ecuador, son de Ecuador", es la respuesta que se repiten mientras de a poco me
acerco para proponer un juego en conjunto.
En lugar de acatar las reglas del juego saltando sobre el elástico, decidimos ir
por fuera. Con Juan Martín, el varón del grupo ecuatoriano, tomamos el elástico a
nivel de la cintura de las niñas dispuestas en círculo, al grito de "¡Vueltas y
vueltas!", momento en que ellas se dejan marear por los giros a los que imprimimos velocidad. La
culminación es un enredo y una posterior caída al suelo. Amontonamos entre las risas a una
chica encima de otra.
La más grande tiene seis años, luego dos de cinco y una de
cuatro. Al incorporarse, ya sabemos por los rostros de las niñas que esta experiencia va a
durar un rato largo. |
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Se inicia una guerra de pochoclo con los baldes de cinco litros que los espectadores
desechan. Las niñas no reparan en ningún momento sobre la posibilidad de comerlo y
enseguida nuestras cabezas quedan cubiertas de maíz acaramelado, siempre ante la mirada
expectante de las tres ecuatorianas, quienes permanecen pasivas. Una niña me grita: "¡Tiene
piojos!, todos a él", tras lo cual soy perseguido a través de los escalones del lugar.
Con la tapa de los baldes de pochoclo inventamos un efectivo disco frizbee. Mientras
dudamos entre pasarnos el disco, atraparlo o acertar en el cuerpo de alguien, los juegos adoptan un
carácter polimorfo, cambiante con cada momento.
Al fin incluimos a las ecuatorianas en las persecuciones, tras lo cual el vértigo
aumenta. Luego de saltar de a cinco escalones, logro escapar de un contraataque: las mujeres fueron
olvidadas rápidamente como blanco y ahora volvemos a ser los hombres los objetos de la
agresividad lúdica. Un limpiador de veredas con una manguera a presión accede a llenar
unas botellas encontradas en el piso. El combate se endurece, y después de haber intentado
escapar por una estrecha cornisa, entre las cuatro logran cercarme en un rincón donde soy
bañado por los latigazos de agua.
Mi expresión indica el final de este juego violento. Pregunto los nombres: una de
ellas abre la boca como si fuera a decírmelo pero enseguida desconfía y me contesta
"Caca". En seguida, otra exclama "yo soy Pis". Ellas dos son las que más hablan, para luego
nombrar a las otras "Diarrea" y "Mocos". No tardo en bautizar cariñosamente Pichín y
Caculi a las primeras, tras lo cual empieza una seguidilla de nombres imaginarios. Desfilan Clotilde,
Erminda, Pocholi, Pirucha, Chunchuna, y todas ríen cuidándose de entrar en mis estrategias
para averiguar los nombres.
Las mujeres ecuatorianas son prodigadas de elogios y piropos por parte de las
niñas. Así llegan a llamarlas reinas, hermosas y dulces. Se propone un juego más
tranquilo, pero acto seguido el clima vuelve a acelerarse cuando Juan Martín revolea a una
niña con la técnica del "avioncito": asida de los brazos, la niña gira
centrífugamente en el aire. Coloco a una niña en el camino del giro y la levanto cuando la
que está debajo pasa, logrando otro juego de riesgo que parece animarlas aún más.
Al practicarle los mismos giros a otra niña, le pregunto si tiene miedo, a lo que
responde con un contundente "no" mientras su voz tiembla en el aire. Al bajarla al suelo comienza a
reír y disfrutar de su mareo: se ha puesto en marcha una alteración de su conciencia,
juego infantil por excelencia que trasciende las edades, empezando muchas veces antes de lo imaginado
(ya sea cuando al segundo año de vida un niño gira la cabeza o el cuerpo por voluntad
propia, ya cuando es sometido a saltos en el primer año de vida por algún familiar).
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No transcurre un segundo al agotar un juego hasta que la
inspiración retorna y las dos niñas más activas vuelven a la carga: piden
subirse sobre los hombros de los dos varones para atacarse mutuamente como jinetas desde lo
alto.
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Al bajar, la niña que estaba sobre los hombros de Juan Martín me pide su
turno conmigo, tras lo cual doy la opción de que las otras jueguen también. Ella dice que
conmigo tiene que ser mejor porque soy más grandote. Entonces todas comienzan a vociferar mi
condición llamándome hipopótamo, término que se deforma con facilidad a
"himpopótamo" hasta que una de ellas declara: "¡impotente!". Contra las risas de las
demás, sólo atino a preguntar "¿Yo no soy linda como ellas?", señalando a
las ecuatorianas. Me contestan que no, y se entusiasman diciendo que soy "puto" o "maricón",
hasta que una de ellas dice una palabra que deja heladas a las demás. Pregunto qué fue y
una de ellas no vacila en contestar: "dijo chupapijas".
Al volver a las palabras tiernas hacia las mujeres, una de ellas llama "mamá" a
una ecuatoriana. Ésta pregunta dónde está su mamá, pero la niña
contesta que no la conoce. Hay dos señoras gordas que han de ser las explotadoras de las
limosnas, que cuando me acerco y pronuncio algo sobre la salud de las niñas para que escuchen,
ellas en cambio miran hacia la calle (están a la espera de taxis para abrir las puertas). Les
señalo a las chicas que por su energía parece que se levantaron tarde y una niña
interviene contestando que yo he de haberme levantado temprano por ser "una vieja".
Le digo a una de ellas que tiene que ponerse un líquido para curarse la cara (por
escabiosis), tras lo cual reacciona con furia exclamando que no va a usar ningún remedio.
Vuelvo a preguntar por los nombres tras escuchar que en los juegos unas se llamaban
mutuamente Silvia, Carla y Gisela. Pregunto riendo si Caca en realidad se llama Carla. Pero me dice que
no, que Carla es otra. Le pregunto cómo se llama ella y dice que no es Carla sino Silvia. Al rato
llamo a Silvia y me contestan: "no hay ninguna Silvia".
El frenesí no difiere de los exigentes juegos que tengo con mis hermanos, a
quienes llevo unos quince años y tienen la edad de estas chicas. El gran estallido lúdico
parecía largamente contenido, y siempre es del lado infantil de donde surgen los ganadores, por
el cansancio inflingido a los adultos, que piden respiro cada tanto. Cuando Juan Martín y yo
caemos rendidos, las niñas no se dan por vencidas y continúan instigando. Al fin echo mano
a mi último recurso: suplicarles "agárrense con alguien de su tamaño".
Aún algo desaforadas, inician una competencia que nos pretenden mostrar, como
ocurrencia frente a nuestra inminente pasividad. A una se le ha ocurrido practicar unas caídas
por las barandas de la escalera mecánica detenida que da a la calle, separada de la amplia
escalera principal por un muro. Así se arma una carrera de dos carriles: la que desciende del
lado de la pared está relativamente protegida, no así la otra, que queda expuesta a un
vacío de unos quince metros en la parte más alta. Me coloco debajo y acompaño cada
descenso, en que la ganadora cruza una cinta de carreras improvisada con el mismo elástico,
sostenida por las otras dos. Preocupado por el riesgo, sugiero que se baja más rápido por
el lado de la pared, para que ambas se tiren por la misma baranda. Sin embargo la niña me
desafía y se coloca del otro lado de la baranda, pisando una frágil cornisa de metal. Le
grito "Pirucha, estás loca". Por suerte llega el limpiador a las escaleras y las niñas
toman su escoba para usarla de diversas maneras: como micrófono por una, hasta que otra se lo
saca y me ataca al grito de "¡hipopótamo!". Neutralizo el ataque en posición ninja.
Las niñas ya han incorporado los modismos ecuatorianos y hablan
espontáneamente con, por ejemplo, "tú, mira esto" al momento de dirigirse a los
quiteños. La violencia está a punto de resurgir, tras lo cual amenazamos con irnos. Gritan
que no, que si nos vamos que por lo menos volvamos. Les digo que no se porten mal, tras lo cual una de
ellas me apunta con su trasero para que la castigue.
Es ella misma quien por fin descubre un nombre y se refiere a la más callada: "a
ella le dicen Pochi". Fue quien se mantuvo tímida a la hora de incorporarse a los juegos, aunque
su rostro indicara en todos los casos ganas de participar. Tiene cuatro años, y al ser
pequeña su auto exclusión en pos de las otras quizás suceda por algo más que
la edad: la otra que también estuvo al margen fue la más grande, de seis años.
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