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psicología infantil
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Los adolescentes
UNIVERSIDAD DEL SALVADOR
Facultad de Medicina
Cátedra de Psicología Evolutiva
Titular
Prof. Dr. Julio V. Maffei
ADOLESCENCIA NORMAL
* INTRODUCCION *
Etimológicamente el vocablo adolescencia se vincula tanto con raíces
griegas como latinas:
en griego "alo" = Yo hago crecer, y "aldanein" = desarrollar;
en latín alere = alimentar,
adolescere = crecer, tomar cuerpo, desarrollarse,
dolere = dolerse, sentir, y
dolescere = frecuentativo de dolere.
Crecer, desarrollarse, tomar cuerpo, sentir dolor con relativa frecuencia, son conceptos
con los que nos vamos a encontrar a cada momento, ya sea de manera explícita o implícita,
al estudiar las conductas y vivencias de un adolescente.
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Pero más allá de todo lo que pueda sugerirnos la
etimología, nuestra reflexión se orientará fundamentalmente -y por razones
que luego veremos- al que, según creo, constituye uno de los conceptos básicos para
la comprensión de esta etapa: la relación conflictiva del adolescente con los
miembros de otros grupos etarios, y las causas que motivan esa turbulencia interaccional.
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A veces tenemos la sensación de que la problemática adolescente es un
hecho exclusivo de nuestra época. Al respecto me voy a permitir reproducir la frase que preludia
el clásico manual sobre Adolescencia preparado por el Comité de
Adolescencia del Grupo Para el Avance de la Psiquiatría de Nueva York (1968).
Son las mismas palabras que he empleado en numerosas ocasiones al comienzo de las
charlas dirigidas a padres de jóvenes de entre doce y dieciocho años:
" No veo esperanza para el futuro de nuestro pueblo, en tanto dependa de la
frívola juventud de hoy, pues ciertamente todos los jóvenes son increíblemente
imprudentes. Cuando yo era niño se nos enseñaba a ser discretos y respetuosos con los
mayores, pero los jóvenes de la actualidad son demasiado avisados y la sujeción los
impacienta"
(Hesíodo, siglo VIII a C).
¿ Existe una inadecuación social de la juventud como la denunciada por el
autor griego? Y si así fuera, esta inadecuación ¿se da exclusivamente en nuestra
época o, específicamente, en algunas otras? Son éstas algunas
de las preguntas con las que nos enfrentamos al reflexionar sobre las palabras de
Hesíodo, o cuando cotidianamente nos plantean sus inquietudes tanto los padres como los docentes
que tienen a su cargo grupos de adolescentes. El presente ensayo pretende contribuir a que cada lector
pueda respondérselas personalmente apoyándose en los humildes y parciales -pero
seguramente imprescindibles- aportes de la Antropología y la Psicología aquí
resumidos.
Ante todo reconozcamos que la frase de Hesíodo, vertida hace veintiocho siglos,
nos inclina a sospechar que el conocimiento del fenómeno adolescente y de su correspondiente
conflictiva trasciende en mucho a las inquietudes de nuestra época. Por lo tanto
convendrá, en primer término, echar una breve mirada al pasado.
Ya Aristóteles se refirió al advenimiento de la pubertad y a los cambios
físicos concomitantes. La dimensión anatómica y fisiológica de este
particular momento evolutivo se hallan tanto en su "Retórica", como en su "Historia
Animalium".
Por su parte Platón, en los "Diálogos" ,
transcribió las quejas de Lisias originadas en que, según él decía, hasta
los sirvientes de su padre estaban autorizados a usar los caballos de la casa, mientras a él le
estaba vedado tal derecho. Horrocks (1957) creyó hallar un paralelismo entre este relato
platónico y las protestas de los adolescentes de clase media de su propio tiempo cuando se les
negaba el uso del automóvil familiar. Podremos aceptar dicho paralelo, siempre que tengamos bien
en claro las diferencias entre aquella observación de la clase media yanqui en los años
cincuenta y la que podríamos realizar en nuestra época y cultura. De cualquier manera el
paralelo es concebible también gracias a la evidente continuidad antropológica que muestra
verdaderas invariantes funcionales, como aquella que indica que el medio de locomoción ha sido,
ya desde la experiencia del hombre primitivo, un símbolo consciente de la virilidad. Por cierto
que en nuestros días la progresiva descalificación de lo masculino, coexistiendo con una
marcada atenuación de los limites que lo separan de lo femenino, ha modificado el campo en el que
se desarrolla este tipo de quejas, aunque no las haya hecho desaparecer. Lo descubriremos apenas
quitemos de nuestra conciencia las imágenes de los diversos medios de transporte que se dieron en
la historia, y las sustituyamos por cualquier otro indicador de reclamo adolescente, de esa manera
comprobaremos la identidad de las respuestas. Pero cerremos este paréntesis para volver a nuestro
rápido pasaje por la historia del fenómeno adolescente. No sólo los
filósofos citados, sino también la literatura de su época, y aún la de
siglos posteriores, se hizo eco del tema de la adolescencia, así en la "Odisea" se
expone una extensa historia de Telémaco, el hijo único de Ulises: la misma ocupa una buena
parte de los primeros cuatro tomos de la obra. Shakespeare incluyó setenta y cuatro adolescentes
como personajes importantes en sus comedias, cuarenta y seis en las tragedias y diecinueve en las
historias. No está de más recordar que Julieta era una niña de sólo catorce
años. De todas maneras, dadas las motivaciones de nuestro trabajo, vamos a fijar preferentemente
nuestra atención en aquellos autores que intentaron una aproximación sistemática al
tema, una aproximación signada por una actitud científica, como la que se manifiesta ya
con claridad en la serie de conferencias de Francke en la Universidad de Leipzig en el transcurso del
siglo XVII bajo el título "De Informatione Aetatis Puerilis et Pubescentis" (*) .
Similar consideración merecerá el "Emilio" de Rousseau, que
dedica un amplio espacio a lo que él denomina "la edad de la razón",
período que el texto que estamos citando ubica entre los doce y los quince años.
Uno de los antecedentes más significativos para quienes hemos optado por una
visión antropológica y evolucionista de la Psicología, es el brindado por Herbart,
quien a comienzos del siglo XIX estudió el período comprendido entre los diez y los
diecisiete años como uno de los más susceptibles para la educación. A fin de lograr
una comprensión más adecuada de la cuestión, Herbart recurre a una
recapitulación de las diversas etapas filogenéticas y culturales.
Por último resultarán más afines con nuestra motivación
-centrada en la Psicología-, los dos volúmenes publicados por Stanley Hall en 1904 bajo el
título de "Adolescence" .
Y bien, creo que ya es hora de abandonar esta irreverentemente breve
secuencia histórica para centrarnos en el núcleo de nuestro interés
teórico y
práctico, que no es otro que la adolescencia en tanto fenómeno
psicológico,
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(*) "La Educación de Niños y Púberes"
estudiado -a su vez- desde el punto de vista de la evolución
antropológica, o como prefería decir Teilhard de Chardin, de la antropogénesis.
Ha sostenido acertadamente Mendouse (1948) que es precisamente en esta etapa cuando el
observador descubre la necesidad humana de superar el simple ajuste instintivo, culminando así la
separación entre e1 homo sapiens sapiens y el mundo animal.
Rousseau, en e1 ya citado "Emilio" , dice que la adolescencia resulta el
segundo nacimiento: "aquí nace de verdad el hombre a la vida y nada humano le es ya
extraño" . Esto vale como afirmar que la adolescencia es la plenificación personal
del fenómeno humano, lograda, entre otras causas, porque todo el proceso de estructuración
de la personalidad, con sus cambios físicos y mentales, conduce a la exaltación de las
diferencias individuales: ésta es la razón por la cual el adolescente puede ser
considerado como un ser mucho más específico que el niño.
En coincidencia con la concepción de Rousseau, algunos psicoanalistas de nuestro
tiempo han creído ver en esta etapa un verdadero "re-nacimiento". Así Kalina (1971)
planteó que los mismos fenómenos progresivos y regresivos que la escuela kleiniana
describiera como sucedidos durante el pasaje desde el período pre al postnatal, se reproducen
-sucesiva o simultáneamente- en esta nueva transición, pero ahora entre la niñez y
la adolescencia. Para llegar a tal conclusión y a la descripción de las vicisitudes que
luego el autor argentino postula como universales, se basa en algunos casos clínicos de diversas
patologías, y en el análisis del clásico cuento "La Bella Durmiente del
Bosque".
A fin de concretar el anunciado objetivo de este trabajo, pasaremos, en primer
término, a delimitar la etapa que nos convoca.
* DELIMITACION DE LA ETAPA *
Me parece de suma importancia dejar sentado, antes de formular ninguna
descripción e interpretación, que las mismas no van a resultar estrictamente
sistemáticas por dos razones fundamentales: ante todo porque a fin de evitar cualquier
reduccionismo, me apoyo en un amplio grupo de autores de muy diversas orientaciones teóricas y,
por otra parte, porque a pesar de que algunos observadores han hablado -creo yo que abusando del
lenguaje médico- de un "síndrome" adolescente, hay que reconocer que entre los
jóvenes existen tantas diferencias individuales como entre las personas de cualquier otra edad,
afirmación que no por perogrullesca resulta menos necesaria. De manera que podemos sostener, sin
temor a equivocarnos, que el pretendido síndrome, constituye una descripción incompleta,
y, o que deja fuera de sus límites a numerosos jóvenes, a la manera del mítico
lecho de Procusto.
En apoyo de la existencia de tal variabilidad acudiremos a una observación de
Offer citada por Marcelli y Braconier (1986), en la cual el estudioso citado en primer término
distingue varios grupos posibles de adolescentes:
* uno de "crecimiento continuo, en el que los individuos están satisfechos de
sí mismos, no manifiestan períodos de ansiedad ni de depresión, ni conflictos
intrapsíquicos importantes";
* "un grupo de crecimiento tumultuoso, en el que la ansiedad y la depresión
son más importantes que en los grupos precedentes. La falta de estimación de sí
mismo y de los demás, prevalece en los adolescentes de este grupo. Son más dependientes
de sus compañeros y manifiestan problemas comportamentales y familiares conflictivos" ;
* y por último , "un grupo no característico" (ibid).
Me resulta realmente positiva la inclusión de un grupo como el primero de los
postulados por Offer, ya que algunas interpretaciones que podríamos considerar como
pertenecientes al fundamentalismo kleiniano, y dependientes de la falta de un contacto vivencial
profundo con lo morboso médico, ha llevado a ciertos profesionales a la disparatada actitud de
hacer desaparecer la normalidad psíquica, y por lo tanto a creer concebible una nivelación
hacia abajo de todos los cuadros nosológicos. De esa manera cualquier paciente cae
inevitablemente en la categoría de la gravedad. Frente a semejante panorama me siento inclinado a
reiterar la firme creencia en la existencia de la normalidad, y en que la inmensa mayoría de los
niños y jóvenes por los que se consulta al psiquiatra no presenta patologías
severas.
Al respecto se hace necesaria una nueva aclaración: cuando algo más
adelante analicemos fenomenológicamente las conductas adolescentes, nos veremos obligados a
apoyarnos en sus rasgos más salientes, los que generalmente resultan los más molestos para
el entorno. De esta forma puede terminar configurándose una especie de caricatura grotesca del
período postpuberal, capaz de confundir al lector, y llevarlo a la convicción de que el
pretendido síndrome adolescente es una categoría real, perteneciente al campo de la
Psicopatología. Nada más lejos de mi intención, ni de mi convicción, apoyada
en una experiencia clínica de más de cuarenta años. Es por eso que me resulta
imprescindible insistir en esta certeza: la adolescencia normal no sólo existe y no perturba
irreversiblemente su medio, sino que además, prácticamente siempre enriquece la vida de
los sujetos de otros grupos etarios.
La gradación de situaciones adolescentes propuesta por Offer, como el lector ya
habrá percibido, no sólo implica la existencia de los cuatro grupos aludidos -en el cuarto
de los cuales cabe la más inimaginable variedad de situaciones individuales- sino también
la de infinidad de otros intermedios.
Es imprescindible recordar estas consideraciones en el momento de enfrentar el
catálogo de las características que suelen encontrarse en este período de la vida,
y que hemos confeccionado para su mejor comprensión, pero de ninguna manera para describir un
presunto prototipo juvenil, que tomado literalmente podría justificar condenas sociales como la
de Hesíodo.
Resulta por demás llamativo que en los pueblos primitivos no se observe un
fenómeno similar al de nuestra adolescencia. En tales grupos humanos el período que separa
la infancia de la vida adulta dura mucho menos y, sobre todo, no suele presentar la inestabilidad
emocional, ni la conflictiva intergeneracional que le conocemos en nuestra cultura. En esas sociedades
de organización menos compleja, lo que puede observarse es la existencia de un período
-siempre breve- signado por los rituales de iniciación, más o menos cruentos según
los casos.
A continuación de dicho lapso, por otra parte caracterizado por sus
significaciones mágicas, religiosas y sociales, el sujeto pasa a ser considerado adulto, con
todos los derechos y obligaciones que tal situación importa. Podría suponerse que la
ausencia de una inestabilidad, como la de nuestros jóvenes, se debe a que los cambios
psicosociales sufridos no son demasiado importantes, sin embargo no es así, ya que el pasaje sin
inconvenientes es observable hasta en aquellas culturas en las cuales la transición implica una
inversión de hasta ciento ochenta grados en cuanto a las condiciones de vida y a los valores. Un
ejemplo podría ser la de aquellos pueblos en los que durante la infancia no hay posesión
personal de ningún objeto, pero en los cuales la propiedad de bienes es, para los adultos,
más estricta y excluyente que en el mundo capitalista. También abonarían nuestra
creencia aquellas otras sociedades que favorecen la promiscuidad sexual durante el período
puberal, pero que luego de la iniciación y el consiguiente matrimonio, penalizan cruelmente el
adulterio.
Complementando lo dicho hasta aquí, adelantemos una de las conclusiones a las que
llegaremos al llevar nuestra reflexión a campos estructurados con otros puntos de partida para el
análisis: tanto la aparición como la progresiva extensión cronológica de la
adolescencia en las civilizaciones supuestamente más avanzadas, se debe a que puede afirmarse la
existencia de una correlación estrecha entre sus características y el grado de complejidad
tecnológica de cada pueblo.
En la misma línea argumental se inscribe otra observación
antropológica: cuando se comparan sujetos de centros urbanos -por diferentes que sean entre
sí-, con otros provenientes de un medio rural, llama la atención en qué medida se
atenúa en estos últimos la inestabilidad emocional. En ellos la adolescencia es mucho
más breve y mucho menos turbulenta, y en determinados casos hasta puede pasar inadvertida.
Por otra parte hemos de decir también que en el curso de las últimas
décadas la franja temporal que separa la infancia de la adultez se ha ido ampliando de manera tan
considerable que un observador ingenuo podría suponer que cada generación ostenta un menor
grado de madurez que la anterior, cosa que repugna cuando se ha adoptado una concepción
evolucionista del psiquismo.
En aparente apoyo de esta errónea interpretación pueden inscribirse varios
hechos de fácil comprobación. En primer lugar, hasta comienzos del siglo XX, no era
excepcional que se casara una joven de quince años; en los años cincuenta llamaba la
atención la boda de una mujer de veinte; hoy es bastante común que las mayores de
veinticinco se consideren inmaduras para contraer enlace, o por lo menos para afrontar la maternidad.
Otra prueba de que la humanidad estaría "perdiendo madurez" reside en el juicio que parecen
encerrar los títulos y contenidos de los libros dedicados a la Psicología de la
adolescencia, y que en la primera mitad del siglo XX se referían al "Niño de Diez a
Dieciséis Años" , tal como reza por ejemplo la tapa del clásico texto de
Gesell, mientras -como veremos inmediatamente- las cosas fueron cambiando en el sentido de prolongar la
etapa en años subsiguientes. Coincidiendo con el criterio que parece sustentar la obra
recién citada, en aquel tiempo los servicios de Pediatría de los hospitales generales de
Buenos Aires admitían pacientes hasta de catorce años, mientras los que ya habían
cumplido los quince eran derivados a las salas de internación de adultos.
Pero volviendo al tema de los textos de Psicología del adolescente diremos que
pronto los autores extendieron sus observaciones hasta los dieciocho años, y que en una
reunión de especialistas de la Asociación Argentina de Psiquiatría y
Psicología de la Infancia y la Adolescencia (ASAPPIA), un prestigioso psicoanalista de nuestro
medio presentó un trabajo en el que se incluía una caracterización de la
adolescencia con tres subetapas: adolescencia precoz -de diez a quince años-, adolescencia media
-de quince a veinte años-, y adolescencia tardía -de veinte a veinticinco años-. Lo
curioso del caso es que en la detenida discusión que siguió a la lectura del
artículo, a ninguno de los expertos allí presentes se le ocurrió cuestionar
semejante extensión de la etapa adolescente, canonizando por omisión semejante criterio.
Desde el momento en que una visión evolucionista de la Psicología nos
induce a rechazar la supuesta regresión de la especie, hemos de preguntarnos: a qué puede
atribuirse entonces esta verdadera ilusión óptica?
Tal vez encontremos una respuesta a partir de un concepto vertido por Stone y Church
(1959). Dichos autores consideraron la adolescencia como un "invento de la cultura" , lo que es
como decir que la cuestión pasa por el hecho de que un ser humano que ya ha alcanzado a
desarrollar las pautas psicobiológicas esenciales de la vida adulta (capacidad de
abstracción, posibilidad de producción de bienes, y de reproducción
genética) se ve impedido de llevarlas a la práctica porque sus congéneres, al no
reconocerle tal status, de hecho se las están prohibiendo. Por cierto que este rechazo a que el
candidato ocupe un lugar psicosocial en tanto miembro del mundo de los adultos, no es un capricho de los
mayores, sino que, por el contrario responde a que en una sociedad altamente tecnificada, la vida
independiente plantea exigencias inexistentes en las sociedades más simples.
Ejemplificaremos lo dicho en el párrafo anterior recordando un hecho de
observación cotidiana, y que no deja de ser otra "ilusión óptica" social: muchas
veces nos condolemos de los niños de un medio rural, no tanto por sus carencias reales e
injustas, sino porque para concurrir al colegio deben, en ocasiones, recorrer varias leguas a caballo.
Ante ello nos conmovemos sin tener en cuenta que en ese aspecto particular aquellos pequeños
están enfrentando una exigencia mucho menor que los de la ciudad, ya que en su recorrido ecuestre
no tienen que cruzar ninguna avenida con automóviles, motocicletas y vehículos de
transporte colectivo, ni estar prevenidos para aprender el código de los semáforos, ni
cuidarse de los adultos que transgreden el mismo código, ni orientarse en la red de
subterráneos con todas sus posibles combinaciones. Indudablemente lo que se exige para la
adaptación a la vida urbana es mucho más que lo que implica una adaptación similar
en el campo. La adaptación del niño de ciudad es mucho más lenta y, por lo tanto,
más ansiógena, pero a la vez, y dependiendo de aquella mayor duración, más
enriquecedora.
Hemos dicho que la adolescencia se ha extendido en su duración, será bueno
entonces considerar por qué este fenómeno resulta enriquecedor para el sujeto y para la
sociedad. Así creo justificada la siguiente disgresión. Todos los seres vivos tienen
posibilidades específicas de desarrollo, condicionadas por el grado de madurez del que gozan en
el momento de nacer. Estas posibilidades, en los animales superiores, se refieren casi exclusivamente al
campo neurobiológico. El homo sapiens sapiens presenta sobreimpresa a su condición
biológica una dimensión cultural, definitoria de su misma naturaleza. Esto vale como decir
que cuando se agotan las posibilidades actuales de maduración neurobiológica, la vida
sigue evolucionando pero entonces en esta novedosa dimensión, la psicológica, responsable
de una herencia cultural que supera en importancia a la genética. Ignoramos en qué medida
un tal desarrollo de la dimensión social produce cambios estructurales y funcionales en el
encéfalo, pero sí podemos asegurar que a mayor duración del período de
formación, más ricos y asombrosos resultan los logros finales.
Volviendo al tema de la continua ampliación de la etapa adolescente, hemos de
decir que ésta constituye un fenómeno cuyas consecuencias se conjugan con la incoherencia
con la que la sociedad establece los criterios de comienzo y final del período. Tanto la infancia
como la adultez son etapas de comienzo y final coherentes: la infancia se inicia y concluye con hechos
biológicos -el nacimiento y la pubertad-, por su parte la adultez está enmarcada por dos
hechos psicosociales -la entrada y la salida en y del mundo de la producción-. En cambio la
adolescencia se inaugura con un hecho biológico -la pubertad- y continúa -según he
creído hasta no hace mucho tiempo- hasta la entrada en el mundo de la producción. Otro
tanto sucede con la vejez, que arranca con un hecho psicosocial -la salida del ámbito laboral- y
se cierra con un hecho biológico -la muerte-. No deja de ser tentador pensar que semejante
incoherencia en los límites, al perturbar la determinación del rol, es decir de la
identidad, tiene algo que ver con la problemática que ambas edades plantean y sufren. Me resulta
ineludible aclarar lo dicho en e1 párrafo anterior en el que explicito cómo he dejado de
aceptar que la adolescencia termina cuando se entra en el mundo de la producción. Este concepto,
tal vez inconscientemente asimilado del fundamentalismo de la economía de mercado, lo reconozco
ante todo como una verdadera inconsecuencia ideológica, pero sobre todo como un grosero error
científico. Y es que el joven que entra en el -en nuestra cultura- alienante mundo de la
producción, no deja por ello de ser adolescente, sólo pasa a ser instrumento de un sistema
insensible que ignora las necesidades básicas de la mayoría de las personas. Hoy prefiero
usar como criterio de finalización de la etapa adolescente la constitución de un proyecto
de vida estable, a través del trabajo o de una formación orientada profesionalmente. La
razón de este cambio de óptica responde a una realidad incontrastable: la mayoría
de los jóvenes supera la inestabilidad emocional aproximadamente a los dieciocho años,
cuando en numerosos casos no se ha llegado a la condición de productor, aunque sí al final
de la crisis de identidad, como veremos más adelante.
Decíamos algo antes que en un mismo ambiente social pueden observarse importantes
variaciones en lo que respecta a la caracterización comportamental del adolescente. Me
refería entonces a las que puedo ejemplificar con una observación de los comienzos de mi
experiencia médica. Apenas recibido presté servicios en un consultorio de una
fábrica metalúrgica. En dicha planta industrial funcionaba una importante sección
de mecánica, y en ella trabajaba cierto número de aprendices. Pues bien, estos
jóvenes -todos menores de veinte años- llegaban a la consulta debido a accidentes
producidos por inconductas de sus compañeros. Entre ellas recuerdo haber asistido a algunos con
una notable cantidad de grasa en un ojo, llegada a ese lugar con el impacto de un trapo impregnado en
lanolina; o a otros con heridas cortantes y contusas en cuero cabelludo, resultado del impacto de un
objeto metálico arrojado por otro aprendiz. En esta misma fábrica, y a través de
los casi diez años en los que trabajé en ella, nunca se presentaron casos de esa
naturaleza entre los peones metalúrgicos de idéntica edad. Es más, alguno de ellos
contrajo matrimonio antes de los veinte años. A esta altura no podemos dejar de preguntarnos:
¿cuál es la razón de semejantes diferencias entre ambos grupos? No me parece
forzado suponer que hay una correlación entre la curiosa comprobación precedentemente
transcripta y esta realidad: uno de los grupos estaba constituido por quienes ya eran peones
metalúrgicos, y el otro por aquellos que aún no eran mecánicos. Parece
lícito por tanto vincular los rasgos adolescentes con la característica de no ser. Ser es
casi una definición de identidad. De manera que puede afirmarse que la delimitación de la
etapa adolescente coincide con aquel período del proceso evolutivo durante el cual, por razones
fundamentalmente culturales, el sujeto presenta una importante crisis en su identidad. Recapitulando
diremos que esta crisis depende de las vivencias de no ser ya y de no ser todavía. Lo cual
responde, como ya dijimos, a la coerción ejercida por una cultura que, aunque justificadamente,
impide la efectivización de ciertas aptitudes psicofísicas indudablemente ya logradas.
Esto es lo que llevó a Stone y Church (1959) a creer que "el tema central de la adolescencia
es el hallazgo de sí mismo" a través de los contundentes cambios que luego
analizaremos. Como se ve hemos optado por una definición psicosocial, según la cual es
adolescente quien ya dejó la infancia en razón de un proceso biológico, pero
aún no es adulto dadas las exigencias de nuestra civilización, responsable de postergar el
ingreso en la vida adulta a pesar de la fuerza y destreza motrices, la capacidad genésica y la
posibilidad de organizar un pensamiento hipotético-deductivo. La crisis de identidad no es la
única que enfrenta el joven de doce a dieciocho años. Por el contrario, ésta se
acompaña, según Fabbri (1979), de otras tres, que el autor define a través de los
diversos cuestionamientos formulados por el candidato a la adultez, al ingresar en la etapa, y que
podrían sintetizarse de esta manera:
crisis de intimidad ("¿quién es el otro? ¿Cómo me
relaciono con él?" );
crisis de participación ("cómo me integro en las sociedades de los
hombres?, cuál es mi función en ellas?) ; y
crisis de trascendencia ("¿Cómo perduro? ¿qué hay des
pues de mi
muerte"?).
Las principales consecuencias de una situación como la descripta hasta
aquí, constituyen, al mismo tiempo, las características más importantes del joven
en esta etapa:
* exageración de rasgos individuales identificatorios,
* cuestionamientos generalizados -si bien especialmente referidos a los valores del
propio ambiente-,
* necesidad de un grupo de pertenencia entre sus pares, inestabilidad emociona1.
Marcelli y Braconnier (1986) propusieron cuatro modelos de comprensión de la
adolescencia. Los seguiré a grandes rasgos en lo que resta de este ensayo. Dichos modelos son: el
fisiológico, el sociológico, el psicoanalítico y el cognitivo-educativo. A ellos, y
creo que salvando una seria falencia antropológica, les he agregado el del juicio moral, y el de
la experiencia religiosa.
el desarrollo somático
En la historia reciente de la Psicología del adolescente fueron muchos los
autores que definieron esta particular etapa de la vida a través de sus aspectos
biológicos, como por ejemplo Hollingworth (1955), y Horrocks (1957), si bien este último
se ocupó también, y bastante adecuadamente, de la vida psíquica posterior a la
pubertad. Horrocks iniciaba su aporte al clásico manual de Carmichael con una definición
del tipo de las recién aludidas: "Desde el punto de vista fisiológico, una persona es
adolescente al advenimiento de la pubertad y al adquirir la aptitud reproductora". En este
apartado tomaremos dicho criterio biológico, pero teniendo en cuenta que se trata sólo de
una de las dimensiones del proceso y no de su totalidad. Por otra parte nos ocuparemos especialmente de
aquellos aspectos somáticos que han demostrado una más clara incidencia sobre el psiquismo
del joven.
Desde el punto de vista de la Fisiología, la adolescencia es, ante todo, una
etapa signada por el crecimiento y la diferenciación, aunque en algunas áreas corporales
signifique, al mismo tiempo, una cesación de tal desarrollo: como por ejemplo lo que sucede con
la función del timo.
Pero, en última instancia, ¿en qué consiste la
transformación fisiológica de la adolescencia? Marcelli y Braconnier (1986) la sintetizan
como una cadena de sucesos, disparados por la actividad hipotalámica, capaz de provocar la
secreción de gonadotrofinas por parte de la hipófisis. Ésta, a su vez, condiciona
la secreción gonadal, la que después de cierto tiempo, terminará regulando las
"modificaciones morfológicas periféricas de los receptores".
Una vez activada esta cadena, el proceso sigue diferente camino
según el sexo:
en la niña se da un desarrollo en el que se asocian acciones
estrogénicas y androgénicas:
en el primer caso se anotan la aparición de un nódulo
sensible en las mamas, el crecimiento de la aréola, y un aumento del volumen mamario (tanto por
hipertrofia del tejido glandular como del conjuntivo que lo contiene), asimismo pueden registrarse
modificaciones vulvares (horizontalización del orificio, cambio del color y del aspecto de la
mucosa, ahora rosada y húmeda, y desarrollo de los labios menores); y, por supuesto, la menarca,
protagonista espectacular del cambio;
en la serie androgénica se inscriben la aparición del vello
pubiano, la posterior aparición del vello axilar y la hipertrofia de los labios mayores;
* en el varón los cambios específicos comienzan
aproximadamente a los once años con un aumento del volumen testicular, y siguen -un año y
medio a dos años después- con la aparición del vello pubiano así como con
los hechos subrayados por Marcelli y Braconnier (1986): "crecimiento de la talla del pene,
aparición de la vena dorsal de la misma, y pigmentación del escroto".
Entre los dieciseis y los dieciocho años se logra el aspecto externo del sexo
adulto: distribución pilosa en miembros, tórax, abdomen y axilas, y, sobre todo en la
cara. Puede haber una ligera tumefacción mamaria y acné (mucho más frecuente que en
las niñas). Por fin resta mencionar el dato más característico de la pubertad
masculina: la primera eyaculación consciente, alrededor de los catorce a quince años.
Conviene aclarar aquí que desde los trece a trece años y medio aparecen espermatozoides en
las poluciones nocturnas.
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